El baile de los chicos que para cuando mueren quieren cumbia es una ceremonia funeraria convertida en carnaval; es dedicarle lo ganado en ese rapto de violencia que implica acercarse demasiado a la muerte, al frenesí de las pistas, a los latidos frenéticos que sólo puede dar la cocaína, a la distorsión de imágenes, colores y significados que regalan las pastillas mezcladas con alcohol. Como una reverencia hacia un paganismo villero histórico y a lo que podría definirse también como un vitalismo de suburbio extremo, o extremo vitalismo suburbano, el Frente y sus compañeros, como Manuel, entregaban gran parte del botín al consumo de alcohol en jarras y se lo mastaba en el zarandeo de cuatro mil venidos desde todos los puntos del conurbano norte, en micros que pasan por los recoveros más pobres a acarrear a la masa que viaja como sea a ver las bandas nueva sobre el escenario del Tropitango. El Tropi es el boliche de Panamericana y 202 al que han bautizado con justicia “la Catedral de la cumbia villera” y en el que se ha instituido como trago predilecto la jarra loca –todo tipo de alcohol y la cantidad de pastillas que cada uno alcance a meterle-. “Con doscientos mangos un viernes…¡Uy!: baile, mujeres, escabio, ropa”, añora Manuel desde su molesta y modesta legalidad actual.
Tratto da Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Vidas de pibes chorros, Cristian Alarcón, Grupo Editorial Norma
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